sábado, 8 de abril de 2017

Chomsky: más de lo mismo (Manuel Pérez Martínez):






Ese cesto digital de los papeles que muy propiamente se denomina Kaos en la Red, se ha sumado recientemente a los ataques contra el leninismo (=fascismo), esta vez con la pluma del escolástico Chomsky y con un artículo, trufado de mentiras y fantasías al cincuenta por cien, que se titula La Unión Soviética versus el socialismo. Pero no hay nada nuevo; es lo mismo que podemos leer en La Razón cualquier día. ¿Por qué los medios no intentan diferenciarse un poco más unos de otros?


Cuando observamos la proliferación de publicaciones de algunos articulistas, como Chomsky, en determinados medios pequeño burgueses, nos apercibimos del profundo vacío ideológico que padecen y su tendencia a dejarse arrastrar detrás del primer figurón que alza la voz. Pero la pequeña burguesía no va a rellenar su vacío ideológico con las pestilentes frases, libros y panfletos de Chomsky, por más que nos lo restrieguen cada día por los ojos. Mucho menos nos van a convencer de que Chomsky es un anarquista, ni siquiera el propio Chomsky, por más que insista en ello y se saque de su chistera citas de Bakunin, al que ignora por completo. Chomsky es un liberal burgués que expresa la mala conciencia de los imperialistas norteamericanos y trata de frenar sus excesos como única forma de que sigan manteniendo sus tentáculos por todo el orbe. Por el contrario, nosotros tratamos de acabar con eso y, por ello mismo, estamos desde siempre enfrentados a Chomsky y a sus tesis.

Para embaucar a los incautos pequeño-burgueses, Chomsky se tiene que poner algún disfraz y ha escogido el de anarquista. Esa es la única forma en la que puede entrometerse ya no sólo a juzgar a la Unión Soviética, sino toda la historia del movimiento obrero. Por cierto, un movimiento obrero que, desde sus mismos orígenes hace 150 años ha luchado y sigue luchando porque sean los obreros (y no los burgueses liberales como Chomsky) los que se organicen de forma independiente y se doten de un programa de lucha para alcanzar sus objetivos de clase.

Sin embargo es eso justamente lo que Chomsky nos reprocha a los leninistas y, efectivamente, tiene que hacerlo así, porque si la burguesía no logra separarnos a los leninistas del movimiento obrero (y ni lo ha logrado ni lo va a logar), jamás conseguirá hacerse con la dirección del mismo para llevarlo por la senda del reformismo.

Por eso lo primero es repetir lo que -siguiendo a Marx- siempre venimos diciendo: Chomsky puede decir de sí mismo lo que le dé la gana, pero eso no nos obliga a nosotros a seguirle ni siquiera en ese aspecto:


Así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las pretensiones de los partidos y su naturaleza real y sus intereses reales, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son (1).


Chomsky es un burgués y su éxito editorial se explica porque sus marrullerías sólo pueden atraer a los burgueses de todas las subespecies. Hijo de fugitivos ucranianos que huyeron de la Revolución de Octubre para buscar protección en Estados Unidos, la patria de la libertad, su fobia al leninismo es hereditaria y no puede, por tanto, extrañar que en su país de acogida le veneren como a un santón. Su fama de perseguido y criticado forma parte de una leyenda falsa para rodearle de la consabida aureola victimista. En Estados Unidos no le acosan, le encumbran colocándole en el octavo puesto entre las luminarias intelectuales de todos los tiempos, justo detrás de Platón y Freud. En internet es el número uno de los chats. El Chicago Tribune dice que es el autor vivo más citado del mundo; el New York Times que es probablemente el intelectual vivo más importante; Bono (no el nuestro sino el cantante de U2) le llama un rebelde sin pausa.

Chomsky como Antoñita la fantástica

Desde el punto de su especialidad académica, la lingüística, Chomsky es un idealista de la vieja escuela que, de la misma forma que todos los platonistas, ha inventado una disciplina que no existe, la lingüística cartesiana, como otros antes inventaron los ángeles, los arcángeles y toda suerte de espíritus inexistentes. Puestos a imaginar, los idealistas no se cortan un pelo y desde los más remotos orígenes del movimiento obrero, los utopistas, burgueses liberales, incluso radicalizados, crearon en su cabeza (pero nada más que en su cabeza) una sociedad distinta de la que existía, trataron de crear (inútilmente) paraísos socialistas dentro de la selva capitalista e incluso el alemán Weitling y el francés Proudhon fueron de los primeros en proyectar lenguas artificiales comunes para toda la humanidad. Creían que quizá así nos entenderíamos mejor, como si nuestra falta de entendimiento no radicara en las contradicciones de clase sino sólo en nuestras pobres ideas o en la gramática con la que nos enseñaron a expresarlas.

La imaginación vuela, sobre todo la de aquellos que, como Chomsky, creen en las ideas innatas. Por eso la ciencia-ficción es un género en auge. Pero si la ciencia-ficción se proyecta hacia el futuro, Chomsky es capaz de inventar también una historia-ficción, proyectar la ficción hacia el pasado, contarnos un mito que sólo existe en su fantasía, aunque él nos la presente como una película basada en hechos reales: nada menos que la de la Unión Soviética, y mucho más incluso, toda una historia del movimiento obrero que él ha reescrito a su gusto, sin el más mínimo empacho en olvidarse de los hechos.

Chomsky estaría encantado si nosotros criticáramos sus opiniones, pero no hay tal; no podemos criticar una opinión que no se fundamenta en nada porque el hecho no existe.

Él, que tanto habla de las mentiras de unos y otros (porque todos son iguales), está enfangado hasta el cuello por la mentira: vive con ella, se alimenta de ella y escribe sobre ella. La conoce muy bien (la mentira, claro). Ni siquiera es fiel a los hechos cuando cita y entrecomilla frases que es imposible descifrar ni quién ni cómo ni cuándo ni dónde se pronunciaron o escribieron.

Por ejemplo, pone en boca de Lenin la falsedad siguiente: Lenin explicó que la subordinación del trabajador a la ‘autoridad individual’ es ‘el sistema que más que ningún otro asegura la mejor utilización de los recursos humanos’. En esa misma línea, alude a la militarización del trabajo y la transformación de una sociedad en un ejército laboral sometido a una única voluntad. Pero cualquier persona mínimamente informada sabe que durante las guerras las fábricas se militarizan siempre, y cualquier persona mínimamente informada de la historia de la Unión Soviética sabe que después de 1917 hubo una guerra civil y que las fábricas se militarizaron a causa de ello y sólo mientras duró. Pero cuando Chomsky habla de una cosa (la militarización) y esconde la otra (la guerra) se pone del lado de los imperialistas y zaristas que promovieron la guerra y se lamentaron de la militarización. Y cuando Chomsky habla de la militarización y oculta que luego las fábricas se desmilitarizaron es un manipulador desvergonzado.

Si no estuviéramos muy acostumbrados a las falacias imperialistas, las parrafadas de Chomsky nos provocarían verdadero asco. Pero estamos ya vacunados...

Otro ejemplo: Chomsky asegura sin pestañear que el historiador y diplomático británico E. H. Carr es un historiador afín a los bolcheviques, y eso es un verdadero dogma de fe porque lo dice él, aunque los bolcheviques digamos otra cosa. Entonces todo empieza a quedar un poco más claro: o no ha leído a Carr o no ha leído a los bolcheviques o, lo más seguro, que no haya leído a ninguno de los dos.

El culebrón anti-leninista

El artículo de Chomsky se inscribe dentro del reciente culebrón de ataques que determinados medios digitales, a los que Kaos en la Red se acaba de apuntar con esta gloriosa aportación, vienen cobijando contra el leninismo desde supuestas posiciones que nos quieren hacer pasar como anarquistas. Son variaciones sobre el mismo tema, pero en esas variaciones hay detalles inolvidables que no se pueden dejar pasar: Chomsky compara a Lenin con McNamara, aunque no aclara que éste era el secretario de Defensa norteamericano durante la guerra de Vietnam. Sin esta precisión la comparación no se entiende. Pero resulta que a quienes bombardeaba McNamara en Vietnam era a unos combatientes cuya resistencia encabezaba -nada menos- que Ho Chi-Minh, un leninista. Por lo tanto, una de dos: o hay leninistas por todas partes, incluso dirigiendo el Pentágono, o sólo cabe concluir que todos son iguales, que nada cambia nunca (como decía Parménides, antecedente ideológico de Chomsky).

A la hora de buscarse otras comparaciones aún más absurdas, Chomsky acaba sosteniendo que Lenin creó las estructuras pro-fascistas convertidas por Stalin en uno de los horrores de la era moderna. Pero esto no necesitamos que nos lo recuerde Chomsky: es lo mismo que vienen repitiendo los imperialistas desde la guerra fría. ¿No tienen nada más que decirnos? Pues para ser idealistas, su capacidad inventiva va perdiendo fuelle...

Empieza a ser una moda; hay quien se está despachando bien a gusto últimamente y, como si no tuvieran enemigos más cercanos y más recientes, se tienen que remontar a la Revolución de Octubre, a la Rusia revolucionaria para encontrarlos allá. ¿Por qué no se pelean con los fascistas hispánicos de ahora mismo?

Pero están muy equivocados. No nos referimos a Chomsky; la equivocación es de quienes le traducen y editan para hacernos llegar hasta nosotros su estupideces. Se creen que así se enfrentan a los leninistas; que les quede bien claro: con quienes se enfrentan es con el proletariado revolucionario y con los campesinos pobres. Éste es un desliz muy común en todas esas críticas aparentemente radicales a los bolcheviques, porque Octubre (y todo lo que Octubre trajo luego consigo) no es patrimonio de los leninistas sino de las masas. Como todas las revoluciones.

De todo esto sólo podemos deducir que los liberales burgueses como Chomsky, bajo su apariencia radical, aborrecen a las masas; las consideran incultas, ignorantes que se dejan arrastrar por el primero que llega. Ese atraso de las masas (¡un atraso que les llevó a derrotar al zarismo!) es lo que permitió a los bolcheviques, según Chomsky, aprovecharse del fervor revolucionario de 1917 para adueñarse del poder. Pero ¿por qué no se aprovecharon los mencheviques, que eran más numerosos? ¿O los anarquistas? ¿O los eseristas? ¿O cualquier otro de los muchos grupos radicales que había?

Los intelectuales burgueses están hoy, 90 años después, mucho más atrasados que aquellas masas revolucionarias de 1917. Eso sí que es un atraso. A ver cuándo se ponen en movimiento...

Las masas contra la vanguardia

En su batiburrillo mental lo que Chomsky pretende es contraponer la vanguardia a las masas como dos mundos no sólo separados sino incluso enfrentados. En esa dicotomía absoluta nosotros, los leninistas, somos una pequeña banda de conspiradores mientras que ellos son las masas y por eso se permiten el lujo de hablar en nombre de ellas. Es algo que Chomsky aprovecha muy bien del anarquismo para hacerse pasar por tal. Pero somos nosotros, y nadie más que nosotros, los leninistas, los que defendemos a las masas proletarias, los que decimos que la revolución la hacen y la continúan las masas. Esto ya lo aprendimos en 1844, cuando Marx y Engels criticaron las concepciones elitistas de los intelectuales burgueses:


Algunos individuos elegidos se oponen, en tanto que espíritu activo, al resto de la humanidad considerado como la masa sin espíritu, como la materia [...] De un lado está la masa, el elemento pasivo, sin espíritu ni historia, el elemento material de la historia; y del otro lado está el espíritu, la crítica, el señor Bruno y compañía, elemento activo de donde parte toda la acción histórica (2).


Llevamos 150 años criticando eso que Chomsky nos imputa. Nos quieren confundir con los blanquistas, a nosotros, los que hemos insistido siempre en que la lucha de clases es el motor de la historia. Fueron Marx y Engels los primeros –y los únicos- que pusieron al proletariado como protagonista (sujeto dicen los hegelianos) del avance de la sociedad contemporánea. Los demás hablaban entonces y hablan aún hoy de otra cosa: del lumpen, de los campesinos, de los marginados,...

Hemos escuchado y leído muchas veces la sarta de tonterías que nos lanzan a nosotros todos esos que, como los anarquistas, creen ser el altavoz de las masas. Nosotros sólo seríamos un partido (una parte), conspiradores, los sacerdotes del Estado, como nos llama Chomsky, que aquí utiliza a fondo un supuesto Bakunin traído del saldo de un hipermercado. Alardean de que ellos no tienen jefes que les den órdenes, pero sus teorías y sus prácticas afirman lo contrario. Como el reaccionario Nietzsche, consideran a las masas atrasadas, incultas y reformistas, mientras que los jefes son audaces, valientes y rebeldes. Los anarquistas (como los liberales exquisitos) alaban el genio creador de las élites y las minorías. Nuestro anarquista Anselmo Lorenzo decía que el progreso es obra individual (3). Otro anarquista autóctono, Farga Pellicer, escribió un texto titulado precisamente El individuo y la masa, en el que sostenía que la masa carece de criterio, de propia personalidad. Cada individuo representa su papel en la sociedad, pero la masa no representa nada. Es un conjunto de hombres sin definición, sin propio pensamiento ni voluntad; son los ceros que se añaden a una unidad para formar una cantidad (4).

Naturalmente que aquí, como ante cualquier problema, uno puede encontrar de todo entre los anarquistas, y es eso lo que le permite a Chomsky arrimar el ascua a su sardina y pasarnos de contrabando cualquier frase sonora de tipo libertario. Puestos a escribir tanto da decir una cosa que la contraria, decir hoy una cosa que mañana otra. Pero las tesis elitistas abundan entre los anarquistas, peores y más desafinadas que las de cualquier otra organización política burguesa. Por ejemplo éstas sacadas del acervo libertario cultivado en nuestro país:


para la acción revolucionaria son muchos los llamados y pocos los escogidos (Brossa, Ciencia social, núm.7)



una minoría que haya sido probada por el crisol del desengaño y que nada espere del orden actual, obligaría en cualquier tiempo a la mayoría, sean cuales fueren las condiciones intelectuales de ésta (5).


El individualismo de Chomsky y de los anarquistas bebe directamente de las fuentes de la burguesía y demuestra que todos ellos no son más que liberales radicalizados. La libertad de la que hablan es ese individualismo burgués llevado a un extremo teórico, utópico.

El autoritarismo anarquista

Chomsky y los anarquistas siempre tratan de aparentar algo que no son, y como están convencidos de que todo el mundo -menos ellos- somos borregos, nos quieren llevar al redil tirando fuerte de las bridas. No hay palabra que no esté más en boca de Chomsky, especialmente cuanto se dirige a los revolucionarios, que la de autoritario. Ellos siempre han querido quedarse con la patente de la autonomía personal, la autogestión y la federación libérrima.

Es una de sus peores incoherencias: no hay ni ha habido nunca nada más autoritario que un movimiento anarquista. Son ellos los que han pretendido dirigir todos los movimientos populares, sólo que no tienen el coraje de reconocerlo pública y abiertamente.

Ha sido así desde un principio. Ellos siempre se apoyaron en las redes de sociedades secretas, que no son secretas frente a la policía, sino secretas frente a las masas, para que no se puedan enterar nunca de sus manejos y chanchullos.

Como ya hemos expuesto en otro artículo, en cuestiones de organización política Bakunin no tenía otro criterio que el de la masonería burguesa, muy activa a mediados del siglo XIX. Aún hoy muchas de las formas organizativas de los anarquistas, como los ateneos, son de origen burgués.

Bakunin era un blanquista, según Carr, el primer creador de la concepción de un partido revolucionario selecto y estrechamente organizado, unido no sólo por ideales comunes, sino por el lazo de la obediencia implícita a un dictador revolucionario absoluto. Fundó una sociedad secreta tras otra y en todas ellas aplicó su dictadura personal, aunque muchas eran una quimera. Estaba totalmente obsesionado por la organización conspirativa; creía que creando organizaciones controladas bajo su batuta, sería capaz de guiar a un puñado de héroes hacia sus objetivos. En su Confesión al padrecito zar se reconoció partidario de una dictadura ilustrada, sin piedad. Y en los estatutos de uno de sus tinglados organizativos escribió Bakunin con descaro: Una asociación cuyo fin sea revolucionario debe necesariamente constituirse como sociedad secreta, y toda sociedad secreta, dado el interés de la causa a la que sirve y la eficacia de su acción, así como la seguridad de cada uno de sus miembros, debe estar sometida a una fuerte disciplina, lo cual, por otra parte, no es más que el resumen y el puro resultado del compromiso recíproco que todos los miembros han establecido los unos en relación con los otros, y que por tanto es una condición de honor y un deber para cada uno someterse a ello (7).

Su gusto por el centralismo, la conspiración y la clandestinidad en el seno de la I Internacional demuestran eso mismo. Bakunin no veía nada incompatible en exigir la forma más relajada posible de organización para la Internacional y la disciplina más estricta posible en la filas de su Alianza. Según Carr, la revolución que Bakunin proponía tenía que ser dirigida, no por alguna fuerza visible, sino por la dictadura colectiva de todos los miembros de la Alianza (8). Para logralo, los miembros de la Alianza debían estar dispuestos a someter su libertad personal a una disciplina rígida cuya fuerza reside en la anulación de lo individual ante la voluntad, la organización y la actividad colectivas. Bakunin definió así su Alianza de la Democracia Socialista: Es una sociedad secreta formada en el seno mismo de la Internacional, para darle una organización revolucionaria, para transformarla, a ella y a todas las masas populares que se encuentran fuera de ella, en una potencia suficientemente organizada para aniquilar la reacción político-clérico-burguesa, para destruir todas las instituciones económicas, jurídicas, religiosas y políticas de los Estados (9).

En Rusia, después de la revolución de 1917, en las regiones ocupadas por el Ejército Negro de Nestor Majno, los anarquistas aplicaron esa dictadura acompañada de confiscaciones, requerimientos, detenciones y ejecuciones. Majno era llamado por los suyos batko, una palabra rusa mezcla de paternalismo y autoritarismo, que podría traducirse tanto por jefe como por padrecito.

Cuando Chomsky y los anarquistas lanzan sus dardos, parece que ven en los demás lo que sólo ellos llevan consigo. No les falta nada de lo que con tanto ardor critican en los demás, incluido el culto a la personalidad, porque el imperialismo ha convertido a Chomsky en un verdadero gurú: entre sus feligreses está David Barsamian, productor de la radio pública KGNU de Boulder, Colorado que, en la introducción de uno de los libros que ha editado con citas de Chomsky, dice así: Aunque decididamente secular, para muchos es nuestro rabino, nuestro predicador, nuestro pundit, nuestro imán, nuestro sensei.

Manuel Pérez Martínez


Notas:

(1) El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Ariel, Brcelona, 1971, pg.51.
(2) La Sagrada Familia, Akal, Madrid, 2ª Edición, 1981, pgs.100 a 102
(3) Evolución proletaria, 1930, pg.207.
(4) El individuo y la masa. La educación de la libertad, 1908, pg.5.
(5) Campos, Primer Cert., pg.204; citado por Álvarez Junco: La ideología política del anarquismo español (1868-1910), Siglo XXI, Madrid, 2ª Ed., 1991, pgs.377 y stes.
(6) Michael Bakunin, Vintage Books, New York, 1970.
(7) Organización de la Fraternidad Internacional Revolucionaria, 1865, en Eslavismo y Anarquía, selección de textos de Mijail Bakunin, Austral, Madrid, 1998, pgs. 239-240.
(8) Michael Bakunin, Vintage Books, New York, 1970
(9) Carta de Bakunin, 1872

domingo, 2 de abril de 2017

Primera polémica contra Mario Bunge (J. M. Pérez Hernández):



Bunge y el materialismo antidialéctico:



En el campo de la teoría de la ciencia de nuestro país, salió a la luz recientemente un librito del físico y filósofo argentino mencionado más arriba, Mario Bunge. Dicho librito, según declara su propio autor, tiene como principal objetivo demostrar el carácter «anticientífico» de la dialéctica. Veamos exactamente lo que dice Bunge: «Una de las tesis centrales de este libro es que, a la par que el materialismo es verdadero aunque subdesarrollado, la dialéctica es confusa y está alejada de la ciencia» (1). La crítica de Bunge a la dialéctica abarca más de veinticuatro páginas, aunque en realidad, como acabamos de comprobar, su diatriba antidialéctica se extiende por todo el libro, como «una de las tesis centrales». Nos hallamos, pues, ante una de las obras antimarxistas más características de estos tiempos que corren.

Detengámonos a indagar las argumentaciones de nuestro filósofo sobre el materialismo dialéctico —en realidad, contra el materialismo dialéctico.

Este señor, catedrático en el Canadá, se ofrece para asesorar a los dialécticos sobre las principales tareas de depuración de la dialéctica que tienen pendientes de acometer. «Los principios de la dialéctica —afirma Bunge—, tales como se formulan en la literatura existente a la fecha, son ambiguos e imprecisos. El estudioso de la dialéctica (que según este buen señor es «vaga», «oscura» y «metafórica», y cuando menos «ininteligible» y «depurable») tiene el deber intelectual y moral de dilucidar las nociones clave de la dialéctica y de reformular los principios de ésta de manera clara y coherente» (2). No podemos alegar por nuestra parte, después de leer este párrafo, que Mario Bunge sea un neófito que desconoce por completo la dialéctica, aunque hemos de tener presente que «últimamente no está al corriente de ella» (3). Pasaremos por alto esa atrevida pretensión suya de corregir la dialéctica a pesar de haberse quedado retrasado en su conocimiento. Esto no tiene mayor importancia, habida cuenta de que no pensamos mantener con él- una polémica sobre las novísimas ideas «dialécticas» que se están cociendo en la actualidad en la olla escolástica de la filosofía oficial.
A nosotros nos bastan, para demostrar que Bunge no ha comprendido la dialéctica y que la tergiversa descaradamente, los escritos clásicos del marxismo, a algunas de cuyas obras se refiere nuestro catedrático, con lo que demuestra, al menos, conocer su existencia. Son estas obras: el «Anti-Dühring» y «Dialéctica de la Naturaleza», de F. Engels, y «Cuadernos filosóficos» de Lenin. Añadiremos por nuestra cuenta algunas otras de reconocido valor, de las que «se olvida» nuestro escritor. Estamos hablando de la conocida obra de Lenin «Materialismo y empiriocriticismo» y de las « Tesis filosóficas» de Mao Zedong. A este último autor tampoco lo nombra para nada nuestro profesor. Y esta omisión da mucho que pensar... Una de dos: o la ignora intencionadamente o da por buenas las «críticas» escolásticas oficiales soviéticas hechas a la obra del gran revolucionario y pensador dialéctico chino. Tanto en un caso como en el otro, la posición de Bunge sería verdaderamente desairada y muy corta de miras, porque, vamos a ver, ¿cómo un autor de «reconocida fama internacional» como él puede aparentar que ignora los grandes debates filosóficos que durante lustros tuvieron lugar en la República Popular China? ¿Acaso considera que los libelos anti-Mao tipo Konstantinov y cía. han zanjado la polémica? Dejamos estas preguntas y las posibles respuestas a la consideración del lector. Nosotros vamos a pasar ya sin más preámbulos a considerar los «exactísimos» argumentos antidialécticos de nuestro «crítico» monista pluralista M. Bunge.

La idea que tiene Bunge de la dialéctica está viciada desde su origen. Para él la dialéctica es sólo lucha, conflicto. Esta es, desde luego, una idea muy distorsionada, como podrá apreciar cualquier lector mínimamente familiarizado con los temas que tratamos; y es una idea distorsionada de la dialéctica aun cuando se exponga desde fuera de la misma, ya que afecta a su núcleo, a su germen esencial. La concepción fundamental de la dialéctica como unidad y lucha de contrarios —no sólo como lucha, como arguye nuestro realista— es al menos tan vieja como Heráclito. Bunge falsifica desde el comienzo de su «crítica» la ley más fundamental de la dialéctica, y no ocurre de manera casual o inconsciente, sino que lo hace intencionadamente. Dice nuestro autor: «Heráclito subrayó el conflicto a costa de la cooperación, e inició toda una familia de antologías dialécticas, cada una de ellas confirmada por un sinnúmero de ejemplos y refutadas por otros tantos» (subrayados nuestros) (4). Esto es totalmente falso, como ahora vamos a ver.

En la actualidad, en muchos diccionarios de historia de la filosofía se acostumbra a recordar del gran Heráclito la manida y vapuleada frase (pero no por ello menos verdadera) de que «nadie se baña dos veces en el mismo río», dejando de lado otra mucho más importante que para Filón de Alejandría (un opositor suyo del s. I de n.E.) no pasó tan desapercibida. Dice Filón: «Porque el Uno es lo que está compuesto de dos contrarios, de modo que cuando se lo divide en dos aparecen los contrarios. ¿No es esta la proposición que los griegos dicen que su grande y famoso Heráclito ubicó a la cabeza de su filosofía y de la que se jactó como de un nuevo descubrimiento?» (5).

Esta idea no era para Heráclito una idea más, sino que la colocó nada menos que a la cabeza de su filosofía, de modo que, como se ve, queda terminantemente claro que el «Uno», la unidad de las cosas, es el que está «compuesto de dos contrarios». Aquí vemos admirablemente expuesta la idea fundamental de la dialéctica, la lucha en la unidad, el hecho de que ambas son inseparables. ¿Dónde se encuentra ese «a costa» del que hablara Bunge'? En ninguna parte. No se encuentra ni en Heráclito ni en el gran idealista dialéctico que fue Hegel, quien decía de aquél: «Aquí tocamos tierra; no hay proposición de Heráclito que yo no hubiera adoptado en mi lógica...» (6).

Lenin recoge esta concepción en sus «Cuadernos filosóficos» y dice: «La división de un todo y el conocimiento de sus partes contradictorias (...) es la esencia (uno de los «esenciales», una de las principales, si no la principal característica o rasgo) de la dialéctica. Precisamente así formula también Hegel el asunto», aclarando a continuación qué se entiende por unidad y qué por contradictorio de esta manera: «la identidad de los contrarios (quizá fuese más correcto decir su 'unidad'—aunque la diferencia entre los términos identidad y unidad no tiene aquí una importancia particular—. En cierto sentido ambos son correctos) es el reconocimiento (descubrimiento) de las tendencias contradictorias, mutuamente excluyentes, opuestas, de todos los fenómenos y procesos de la naturaleza (incluso el espíritu y la sociedad)» (7). ¿No conocía acaso Bunge los «Cuadernos filosóficos»? Entonces, ¿cómo se pueden manipular, falsificar y distorsionar de esa manera los textos?

Para mayor abundancia, por si a nuestro filósofo «crítico» aún no le ha quedado suficientemente claro qué entienden los grandes pensadores materialistas dialécticos por unidad y lucha de contrarios, traigamos a la palestra la rigurosidad y claridad expositiva de Mao Zedong, para quien «identidad, unidad, coincidencia, interpenetración, impregnación recíproca, interdependencia (o mutua dependencia para existir), interconexión o cooperación —todos estos variados términos significan lo mismo y se refieren a los dos puntos siguientes: primero, la existencia de cada uno de los dos aspectos de una contradicción en el proceso de desarrollo de una cosa presupone la existencia de su contrario, y ambos aspectos coexisten en un todo único; segundo, sobre la base de determinadas condiciones, cada uno de los dos aspectos contradictorios se transforma en su contrario—. Esto es lo que se entiende por identidad». (8).

Ya con esto basta para comprobar cabalmente en qué consiste la treta utilizada por Bunge para atacar la dialéctica. Este autor «materialista» ignora a sabiendas el desarrollo moderno de la dialéctica.

El canto de sirena de Bunge, en éste y otros escritos e intervenciones suyas, no dejará de ser una tentación para muchos revisionistas, hipotecados como están después de la desastrosa derrota sufrida a manos de la dialéctica de Mao Zedong. Bunge les reitera día tras día que se dejen de remilgos, que abandonen de una vez la «niebla mística» que rodea al «núcleo plausible» (p. 57) que contiene su dialéctica y que se pasen francamente, con armas y bagajes, al campo del «realismo», del positivismo lógico y del humismo.

Que Bunge confunda intencionadamente la dialéctica con un sucedáneo no es problema nuestro; en el mejor de los casos, eso sólo obedece a un programa bien trazado que persigue una finalidad filosófica y política claramente definida, como venimos apreciando. Cuando Bunge dice «la niebla mística» se está refiriendo a la ley de unidad y lucha de los contrarios, a la cual él despoja del término unidad para dejarla coja e irreconocible de por vida. Cuando el profesor argentino dice «núcleo plausible» no se refiere a otra cosa que a su filosofía, al «monismo pluralista» de corte humista, no a la dialéctica, con la que hace graciosas y divertidas comparaciones. Tomemos uno de tantos ejemplos posibles salidos de la calculadora del señor M. Bunge: «La tesis dialéctica DI, según la cual dado un objeto cualquiera existe un antiobjeto, es ambigua tanto por la ambigüedad de 'objeto' como por la de ‘anti'» (p.59). ¿De dónde sacó este señor tal tesis dialéctica? Esto, en la mejor de las posibilidades, no tiene nada que ver con la dialéctica; no existe ninguna tesis dialéctica que tenga nada que ver con esa baratija. Esto es igual que un castillo de naipes que se monta nuestro autor para luego soplar sobre él y decir que «refuta» la dialéctica. La dialéctica contrariamente a toda esa chabacanería «exactificadora», afirma con toda claridad, como vimos antes, que «uno se divide en dos», que la unidad se divide en dos contrarios que en determinadas condiciones se transforman el uno en el otro (identidad) y que en ningún caso «dos forman uno» (o lo que viene a ser lo mismo: que «dado un objeto cualquiera existe un antiobjeto»). Esto no es sino una cosificación mecánica y vulgar, adulterada, de los principios de la dialéctica.

Para la dialéctica, unidad significa que existen inseparablemente el uno del otro (o los unos de los otros, pues cada fenómeno o proceso contienen una o más contradicciones, entre las cuales siempre existe una que domina sobre las otras, interconectadas, interpenetradas, cooperando, etc.); esta es la unidad dialéctica. La otra unidad, si existe, es puramente mecánica. ¿Tiene esto acaso algo que ver con la tergiversación bungeriana citada anteriormente?

Objetos y antiobjetos: seres buenos y seres malos; el Bien y el Mal animados en la Naturaleza; mundos y antimundos; dioses y antidioses, éste es el contenido principal de las religiones animistas y maniqueístas, esencia de la concepción fundamentalmente religiosa del mundo de los pueblos primitivos y de la decadencia de Roma. Los fenómenos objetivos de la Naturaleza como el rayo, el fuego, la lluvia, la procreación, la muerte, etc., producían en la mente primitiva la impresión de que la Naturaleza estaba animada y llena de seres benefactores y seres maléficos. La dialéctica objetiva y contradictoria de la naturaleza producía en los cerebros de los hombres una imagen distorsionada y alegórica, originada principalmente por la ignorancia y el desconocimiento propios de la infancia del hombre. Estas eran legalizadas para fundamentar la moral y la conducta del clan o de la gens. Se daba vida orgánica consciente a lo que no la tenía, se la dividía en dioses buenos y dioses malos, en Achamanes y Guayotas. El mundo, en sus movimientos y transformaciones conserva su unidad dentro del movimiento dialéctico objetivo, contradictorio, lo que resultaba a la vista de nuestros antepasados un mundo mítico y mágico.

La humanidad hubo de andar mucho desde entonces hasta ir comprendiendo y domeñando conscientemente esa naturaleza objetiva que tiene un comportamiento, unas leyes y un rigor de regularidad que no depende para nada ni de las mitificaciones ni de las fábulas primitivas, griegas o modernas; ni siquiera depende de sus intereses o propósitos voluntarios. El hombre comenzó a comprender lo objetivo poco a poco, y aún no ha terminado; comenzó a interpretarlo correctamente como tal, como independiente de su voluntad, a tener en su cabeza un reflejo correcto y acorde con los hechos del mundo, un reflejo subjetivo fiel de la naturaleza objetiva. Y mucho más tuvo que andar hasta alcanzar la concepción de que a esa naturaleza objetiva la caracteriza el movimiento, la lucha y la transformación; en definitiva, el movimiento contradictorio objetivo, dialéctico.

Ese reflejo fiel de la dialéctica objetiva de las cosas en su cerebro lo obtiene, básicamente, por medio de la práctica. La práctica —toda la práctica humana: productiva, social, científica— permitió el desarrollo de la dialéctica subjetiva como generalización de todas las dialécticas que los movimientos reales y objetivos de las cosas le habían venido dando y le daban. La dialéctica subjetiva se diferencia de la dialéctica objetiva en que la primera es el reflejo en la cabeza del hombre, en su cerebro, de la segunda; que sus contenidos son, por tanto, en lo esencial, acordes, conformes el uno con el otro, pero que sus formas son diferentes: una es independiente de toda facultad cognoscitiva del hombre, pero base de toda facultad de conocer de los seres conscientes; la otra es el reflejo de ésta en la forma de materia que conocemos como pensamiento, la forma suprema del movimiento de la materia.

Bunge reacciona ante la dialéctica subjetiva (reflejo fiel y correcto de la dialéctica objetiva) de la misma manera —en el fondo— como reaccionaban los pueblos primitivos ante los datos que les suministraban, a través de los sentidos, los fenómenos dialécticos objetivos de la naturaleza: creyendo que se trata de fábulas y mitos, de seres diabólicos, etc. El pensamiento de Bunge es prehistórico, por contradialéctico. La dialéctica (que en la época en que vivimos sólo puede ser materialista) se encuentra a años-luz de distancia de la ramplonería positivista, logicista y «racionalista» de dicho señor.

Como venimos comprobando, nuestro profesor no estima en nada las tesis filosóficas de los dialécticos marxistas, excepción hecha de la observación de que «cuando los científicos menosprecian a la filosofía corren el riesgo de ser atrapados por filosofías no científicas que pueden frenar o aun descarrilar el tren de sus investigaciones» (p. 138). Esta observación Bunge la recoge de Engels y la repite más de una vez, sin sospechar siquiera que fue hecha, precisamente, para advertir a cabezas como la suya.

La verdad es que en ninguna de las obras dialécticas que menciona, ni en las que ignora, aparece por ningún lado la tesis bungeriana según la cual, «dado un objeto cualquiera, existe un antiobjeto». Y por el contrario, sí podemos encontrar afirmaciones como ésta que él no cita: «En una palabra, la dialéctica puede ser definida como la doctrina de la unidad de los contrarios» (9); o como esta otra: «La división de un todo y el conocimiento de sus partes contradictorias... es la esencia... de la dialéctica» (10). Los comunistas chinos expresan esta misma idea diciendo: 'cosas que se oponen, se sostienen entre sí'. En otras palabras, existe identidad entre cosas que se oponen una a otra. Este dicho es dialéctico y contrario a la metafísica. 'Se oponen' significa que los dos aspectos contradictorios se excluyen mutuamente o luchan entre sí. ‘Se sostienen entre sí' significa que, bajo determinadas condiciones, los dos aspectos contradictorios se interconectan y adquieren identidad. Sin embargo, la lucha está implícita en la identidad; sin lucha no hay identidad» (11).

¿Dónde, pues, se encuentran esos objetos y esos antiobjetos de los que con harta frecuencia nos habla Bunge? Sin duda, en su cabeza y nada más que ahí. Acaso cabría suponer que, si no los dialécticos modernos (Marx, Engels, Lenin, Mao), al menos los antiguos hablarían alguna vez de tales «objetos y antiobjetos». Pero ya vimos anteriormente que esto también era falso. Heráclito habla de la unidad y de la división como de la misma cosa («el Uno es lo que está compuesto de dos contrarios») y, además, esta idea directriz de toda su filosofía era, como las demás ideas de Heráclito, materialista. La doctrina de Heráclito «Lo deriva todo del mundo y lo pone todo en el mundo, pero no cree que nada provenga de Dios» (12), y no tenía nada que ver con la dialéctica pura y exclusivamente subjetiva de la sofística griega de Protágoras o Gorgias. La dialéctica de Heráclito es objetiva; «la niebla mística» es la que tiene Bunge en sus ojos.

Además, en su contenido fundamental coinciden, en su sencillez originaria, la dialéctica antigua y la actual. Ya desde su origen los dialécticos no han hablado de cosas y anticosas, de objetos y antiobjetos —al modo como lo ha hecho la física moderna con electrón y antielectrón, materia y antimateria—, sino que de lo que han hablado ha sido de la unidad y lucha de contrarios.

Nuestro catedrático falsifica tanto a los marxistas como a los dialécticos que no lo son. Así, atribuye a Hegel lo que no es sino producto de su propia imaginación. «Refutando» su propia tesis de la «dialéctica» Di, nos dice: «La anticosa de una cosa dada es la ausencia de ésta (por ejemplo la antiluz es la oscuridad). Pero la ausencia de una cosa no puede oponerse a ésta, menos aún combinarse con ella para formar una tercera entidad. (A menos, claro está, que se tome en serio a Hegel, quien sostenía que el devenir es la síntesis del ser y la nada). Por lo tanto esta definición es inadecuada: el opuesto dialéctico de una cosa concreta no puede ser la nada» (p. 60).

La nada, como lo que no es, no fue ni será, es decir, ese engendro metafísico y teológico de donde la Iglesia extrae el mundo por obra de la mano de Dios, no tiene absolutamente nada que ver con el no ser de Hegel. Hegel, aunque idealista, es un dialéctico y no cae en las tonterías de las anticosas y la nada metafísica, más propias de un empirista o de un «materialista» tosco como Bunge. Hegel explica el devenir o el movimiento por la transformación del ser en no ser; claro que para el filósofo alemán el no ser es, al mismo tiempo, el ser, porque se trata del movimiento cambiante de lo que es. Lo que no deja de sorprendernos es que se atribuya a un conocidísimo autor, de manera gratuita y con pretensiones de ridiculización, algo que no se le parece ni por asomo.

A la luz de lo que acabamos de ver, nos extraña que un «exactificador» cientifista como el señor Bunge pueda ser tomado en serio. Su autosuficiencia y menosprecio por la verdad están a la par que su ignorancia de la dialéctica y la estrechez de su pensamiento lógico. Con esta estrechez y unilateralidad, pretende obtener una visión global del mundo —correcta y acorde con él— por el uso exclusivo de la lógica matemática o la «ciencia moderna», haciendo caso omiso, cuando no muestra su desprecio, a más de dos mil años de desarrollo del pensamiento y de los conceptos humanos. Algo similar a cuando se pretende explicar la lucha de clases por el rasero exclusivo de la aritmética.

Relacionada con la tesis DI (y con todo lo que hasta aquí venimos tratando), está la tesis
bungeriana de la «dialéctica» D2, que reproducimos a continuación junto con la «crítica» del mismo Bunge a esta otra tesis suya. Dice así: «La tesis D2, de que todo objeto es una unidad de opuestos, se considera habitualmente como la esencia de la dialéctica. Pero el enunciado D2 no tiene sentido a menos que se dilucide el término 'opuesto'. Y, como se ha visto en las dos últimas secciones, esta tarea no es fácil, y en todo caso no ha sido realizada por los filósofos dialécticos» (p. 66).

Nuestro doctor rehúye considerar con seriedad el principio dialéctico de la unidad y lucha de los contrarios o «unidad de opuestos». Y miente al decir que esa tarea no la han realizado los filósofos dialécticos. Pero veamos hasta dónde alcanza la «dialéctica» de Bunge: «La propiedad (o relación) P1 se opone a la propiedad (o relación) P2 si, y sólo si, P1 tiende a contrarrestar (neutralizar, equilibrar o atenuar) P2 y recíprocamente» (p. 66).

Ya vimos anteriormente que los contrarios dialécticos no tienen nada en común con la aritmética bungeriana, que si describe algo sería la relación recíproca de los brazos de una balanza de manera pura y exclusivamente mecánica. F. Engels, que sí tenía algunos conocimientos de dialéctica, decía que «el constante conflicto de los contrarios y su paso final del uno al otro, o a formas superiores, determina la vida de la naturaleza» (13). Los dialécticos todos coinciden en lo mismo cuando hablan de la esencia de la dialéctica, pero nuestro querido doctor Bunge aún no ha sido capaz de averiguarlo pese a la claridad y precisión de aquéllos.

Para la dialéctica, el conflicto o la lucha entre los opuestos es constante, absoluta, perenne, mientras que la unidad es relativa, temporal, caduca. Lenin escribe: «La unidad (coincidencia, identidad, igualdad de acción) de los contrarios es condicional, temporal, transitoria, relativa. La lucha de los contrarios mutuamente excluyentes es absoluta, como son absolutos el desarrollo y el movimiento» (14). ¿Le puede quedar a alguien alguna duda de que los opuestos metafísicos e inamovibles del doctor Bunge, que se «neutralizan, equilibran o atenúan», son ajenos por completo a los opuestos dialécticos? ¿Entiende el Sr. Bunge que los opuestos dialécticos pasan del uno al otro en condiciones bien precisas, mientras que los opuestos «dialécticos» bungerianos más bien se parecen a una descripción puramente mecánica de la palanca de Arquímedes?

Mario Bunge, al igual que otros filósofos y profesores de cátedra positivistas, realistas y cientifistas occidentales, viene a formar, junto a la escolástica oficial soviética, las dos caras de la misma moneda, dándose la mano en la «crítica» que hacen a algunos aspectos fundamentales de la dialéctica. Así, por ejemplo, Burlatski coincide con aquél en declarar a la dialéctica como una «mística» y en negar la universalidad del principio de la unidad y lucha de los contrarios. «Las concepciones de Mao Zedong —dice— se formaron bajo un fuerte influjo de la filosofía china antigua. Asimiló de ella varios elementos mitológicos. En primer lugar el principio del carácter binario, cuando, en una serie de casos, los opuestos no reflejan la unidad real y lucha de los contrarios» (15).

Para un dialéctico no cabe dudar a la hora de valorar el carácter universal del principio de las contradicciones dialécticas, que dicho principio está presente en todos los fenómenos y procesos del mundo, que en su unidad se desdoblen sus contrarios y que esta es, precisamente, la esencia de la dialéctica, y no la concatenación universal o ley de interrelación universal, como afirma, por su parte, el manualista Konstantinov. «Cada fenómeno y todo el mundo en su conjunto —dice Konstantinov— constituyen un complejo sistema de relaciones, cuyo aspecto más esencial es la conexión e interacción de las causas y los efectos. Gracias a esta conexión, unos fenómenos y procesos engendran otros, se pasa de unas formas de movimiento a otras: se realizan el movimiento y el desarrollo eternos» (subrayado nuestro) (16).

El «aspecto más esencial» del mundo, que también es lo primero que salta a la vista por doquier, es el movimiento, como dijera Engels. Para la dialéctica, que destaca lo esencial del mundo, esto es lo verdaderamente importante. Y el movimiento, como dijera Lenin, el movimiento dialéctico, real y objetivo del mundo es auto- movimiento, el cual es impulsado por sus contradicciones internas, por la unidad y lucha de sus contrarios. Konstantinov coloca en primer lugar la ley de la interacción universal y, después, como una ley más, la de la unidad y lucha de los contrarios. De los textos donde Lenin expresa que esta última ley es la esencia de la dialéctica se «olvida», y eso porque, entre otras cosas, también Mao Zedong concibe la esencia de la dialéctica al modo como lo hiciese Lenin, como ya vimos.

Reducir, como hace Konstantinov, el «aspecto más esencial» a «la conexión e interacción de las causas y los efectos» significa, en primer lugar, rebajar la dialéctica al nivel del relativismo de las causas y los efectos, categorías que, como decía Engels en su obra «Dialéctica de la Naturaleza», sólo se pueden entender separando los fenómenos de la interrelación general y considerándolos aisladamente, mientras que dicho autor hace todo lo contrario; y, en segundo lugar, supone también elevar las causas y los efectos al nivel de la esencia del mundo, al modo como lo hicieron los materialistas mecanicistas del siglo XVIII, cuyo engendro causístico fue el «geniecillo» de Laplace.

Traemos aquí la cita donde Engels se refiere a este problema: «Sólo a partir de esta acción recíproca universal llegamos a la verdadera relación causal. Para entender cada uno de los fenómenos, tenemos que separarlos de la interacción general, y considerarlos aisladamente, y entonces aparecen los movimientos cambiantes, uno como causa, el otro como efecto» (17). Konstantinov quiere disolver las causas y los efectos (válidos cuando se consideran los fenómenos aisladamente) en el mar de las «conexiones o interacciones» universales, degradando así la dialéctica a la calidad del mecanicismo y sacando a éste de la entidad pobre, reducida y estrecha que le es propia.

Esto no es casual; la teoría de las concatenaciones universales de Konstantinov responde a la propia situación de la URSS en el plano internacional, y en gran parte de las publicaciones de la Academia de Ciencias de la URSS encontramos esta misma concepción que muy bien se han encargado ellos de popularizar. Para cualquier problema de importancia que se aborde, la «concatenación universal» viene a ser el comodín que se amolda a dicha cuestión y que lo explica todo, mientras en el frigorífico de la hibernación se conserva la doctrina de las contradicciones como pieza de museo.

Si en su Manual Konstantinov habla, por puro formalismo, de la universalidad de las contradicciones y del movimiento como resultado de la unidad y lucha de contrarios, sostiene, sin embargo, la teoría deborinista según la cual las contradicciones no existen desde el comienzo mismo del proceso de desarrollo, sino que sólo aparecen en una segunda etapa; en la primera, sólo encontramos «diferencias».

«Al comenzar su desarrollo, la contradicción tiene un carácter de diferencia, es decir, de contradicción no desplegada todavía. Después, la diferencia se profundiza y se transforma en contrario, el cual debe ser comprendido como una contradicción ya revelada, cuyos aspectos opuestos pueden coexistir cada vez menos en el marco de la unidad anterior» (18). Así habla Konstantinov, el manualista filosófico «dialéctico» del revisionismo, director de los libelos anti-Mao, «concatenador» universal. Al principio no existe contradicción; después, cuando «se profundiza la diferencia», ésta «se transforma en contrario». O sea, sólo cuando estalla la guerra civil, la lucha de clases es algo evidente, y tonto sería negarlo; pero mientras tanto, las clases y sus luchas no existen como tales; mejor ignorarlas. La burguesía y el proletariado no son, ya desde su aparición en la palestra de la historia, dos clases antagónicas, irreconciliables.

En su país, en la URSS, esta concepción del desarrollo fue refutada por los materialistas dialécticos de los años treinta como antimarxista y revisionista. Para el materialismo dialéctico, carácter universal de las contradicciones quiere decir que son la esencia de todas las formas de movimiento de la materia y, por lo tanto, que existen desde su origen hasta su término. ¿Tiene esto algo que ver con el eclecticismo de Konstantinov?

Sin embargo ya hace tiempo que al revisionismo filosófico se le cayeron todos los disfraces, dejó de «convencer»., y hoy sus defensores se encuentran acosados por el marxismo sin hallar donde cobijarse. Después de que le allanaran el camino a la podrida filosofía profesoral, han quedado abandonados en la cuneta y han perdido toda iniciativa, limitando actualmente su papel al de meros comparsas y repetidores de las peores bobadas que las diferentes escuelas del positivismo, el racionalismo y otros ismos burgueses sacan como el último grito de la ciencia o del pensamiento humano. Esto explica, en parte, el hecho de que todas esas escuelas, que ante el materialismo dialéctico no tuvieron nunca nada que hacer, hayan tomado de nuevo la iniciativa en la lucha contra el movimiento obrero y comunista internacional en el terreno de la teoría, al encontrarse éste en parte desarmado por las arremetidas revisionistas.

Volviendo al «superador» del pensamiento por contrarios, M. Bunge, se entiende que escoja, para hacer su «crítica», no los textos de los grandes pensadores (Marx, Engels, Lenin y Mao), sino la debilitada filosofía soviética, y más concretamente su concepción de la negación y de la oposición dialéctica.

Para Bunge: «El que algunos cambios resultan de conflictos o tensiones de algún tipo es obvio. Los ejemplos clásicos son la competencia entre animales y la guerra entre seres humanos. Sería necio ignorarlos. Lo que se cuestiona es si la competencia es universal, al punto de que está detrás de todo cambio. Parece igualmente obvio que esto no es verdad, o sea, que hay cambios no producidos por ninguna contradicción óntica. Por ejemplo, el movimiento de una partícula o de una onda electromagnética en el vacío no son conflictivos. Tampoco lo es la formación de una molécula de hidrógeno a partir de dos átomos de hidrógeno, aunque sólo sea porque estos son iguales (aunque no idénticos); lejos de oponerse, cooperan entre sí» (p. 69).

Vayamos por partes. Respecto de la molécula de hidrógeno, nos «enseña» el físico que sus dos átomos de hidrógeno «lejos de oponerse, cooperan entre sí». Aseveración ésta que, suponemos, nuestro sabio extendería (como buen materialista) a todas las moléculas, sean éstas diatómicas como el hidrógeno molecular, triatómicas como el ozono, o poliatómicas como, digamos, cualquier hidrocarburo o péptido. El sabio doctor Bunge, aunque no posee la cualidad de la claridad ni de la franqueza, nos está proponiendo, sin declararlo, que abandonemos la «teoría universal del conflicto» y la sustituyamos por una «teoría universal de la armonía y la cooperación», de la que el conflicto solamente sería su excepción; excepción que «confirmaría» la regla, sin duda. Para el monista Bunge en el mundo reina la armonía, la no contradicción, y, en el caso peor, si bien existe en alguna parte el conflicto, éste es «políticamente peligroso» (19), aunque sería «una necedad negarlo». Como vemos, las palabras de este señor son más propias de un monje que de un científico. El conflicto es universal (y aquí el deseo no juega ninguna papeleta) y sólo se da en la unidad de los opuestos. Cuando un «sabio» se pone a criticar una teoría (y no hablemos ahora de la dialéctica, que hasta aquí no ha habido nadie capaz de impugnarla), la primera tarea que debería acometer sería la de comprender bien dicha teoría para, posteriormente, poderla rebatir con otras teorías y, sobre todo, con los hechos. Esto sería lo mínimo exigible, si se quiere evitar caer en el ridículo más espantoso. Pero a nuestro doctor, por lo que venimos viendo, no parecen preocuparle lo más mínimo estos detalles.

Bunge nos advierte, al mismo tiempo, que el movimiento de una partícula o de una onda electromagnética en el «vacío» «no son conflictivos». Cuando en realidad, cualquier mero desplazamiento mecánico, el más elemental de todos los cambios, entraña una contradicción, puesto que el objeto debe estar y no estar simultáneamente en el mismo lugar. Esta contradicción que se desarrolla en el espacio y en el tiempo significa el rompimiento de la continuidad por la discontinuidad y viceversa. Para Bunge resultan obvias y absolutas, respuestas como «el automóvil se mueve con velocidad nula», con las que quiere deslumbrar al lego en el terreno de lo empírico, del dato, y dar por concluido el antiguo —y siempre en continuo progreso— problema teórico del movimiento.

La forma fundamental de todo movimiento es la aproximación o la separación, el cambio de lugar. Nos encontramos aquí con los antiguos opuestos polares de atracción y repulsión, una vez más presentes en la «cromodinámica cuántica», en los quarks y los gluones. Los dos polos opuestos que encontramos en todas las experiencias y prácticas del hombre con la naturaleza se encuentran en unidad y oposición («... que su unión sólo existe en su separación, y su conexión sólo en su oposición» (20). Se trata de una unión dialéctica presente en todas las formas de materia como su esencia, sin cuyo estudio es imposible hacerse una idea mínimamente real y objetiva del fenómeno. Así tenemos la electricidad con sus polos + y -, los espines en el movimiento electrónico de los átomos, la interacción gravitatoria —aunque aún se continúe conservando únicamente la atracción para ella—, los quarks con cargas + y —, y los distintos gluones «coloreados». El desplazamiento espacial tampoco representa «una de las formas más generales del movimiento existente» (21) —como por otra parte nos advierte Meliujin—, sino que se trata de la forma subyacente a todo movimiento que, como tal, tiene carácter universal, a lo cual, «no agota la esencia de la forma principal» (22) en cada caso particular. Es decir, no existe ninguna forma o tipo de materia que no implique, presuponga o conlleve algún desplazamiento espacial, movimiento mecánico o cambio de lugar. Y este «simple» cambio de lugar —que ya de por sí es contradictorio, como vimos anteriormente— es la forma fundamental —por cuanto su carácter es elemental y universal— del movimiento de la materia. Es falso que este simple cambio de lugar sea, como asevera Meliujin, una «forma de movimiento» más, pues no se encuentra en la naturaleza ningún tipo especial de movimiento material concreto cualitativamente diferenciado de los demás, y cuya característica principal, como tal tipo de movimiento (y aquí no cuentan las triquiñuelas de Meliujin para quien hay casos en que es imposible clasificar algún objeto por su movimiento), sea precisamente dicho desplazamiento espacial o cambio relativo de lugar. Hablando con más sencillez, no existe en ningún lugar el desplazamiento espacial o el cambio de lugar en estado puro, como si se tratara de un estado cualitativamente puro y segregado del resto de los infinitos atributos de la naturaleza.

Insistamos: la forma fundamental de todo movimiento, el cambio de lugar, no existe sino con otros atributos agregados, con otras cualidades o propiedades de los incontables que posee la naturaleza. Este problema tiene, al igual que el asunto del espacio y el tiempo y el de la energía, una solución sencilla: el espacio, el tiempo, la energía y el cambio de lugar no existen en estado puro, sino como atributos o cualidades de la materia.

Extracto del libro "Problemas filosóficos de las ciencias modernas" Se irá publicando las refutaciones a Mario Bunge poco a poco.

(1): M. Bunge: «Materialismo y ciencia», pág. 57.
(2): M. Bunge: Idem, pág. 80.
(3): M. Bunge: citado por A. Hidalgo; «El Basilisco», n.° 14.
(4): M. Bunge: «Materialismo y ciencia», pág. 54 (a partir de ahora, citaremos en el texto sólo la página correspondiente de este libro).
(5): Lenin: «Cuadernos filosóficos», pág. 336.
(6): Lenin: Idem, pág. 247.
(7): Lenin: Idem, pág. 345.
(8): Mao Zedong: Obras escogidas, Tomo I, pág. 360.
(9): Lenin: «Cuadernos filosóficos», pág. 208.
(10): Lenin: Idem, pág. 345.
(11): Mao Zedong: Obras escogidas, Tomo I, pág. 368.
(12): Lenin: «Cuadernos filosóficos», pág. 332.
(13): F. Engels: «Dialéctica de la Naturaleza», pág. 170.
(14): Lenin: «Cuadernos filosóficos», pág. 346.
(15): Burlatski: «Materialismo dialéctico», pág. 64.
(16): F. Konstantinov: «Materialismo dialéctico», pág. 127.
(17): F. Engels: «Dialéctica de la Naturaleza», pág. 185.
(18): F. Konstantinov: «Materialismo dialéctico», pág. 147.
(19): A. Hidalgo: «El basilisco» n.° 14, entrevista a Bunge.
(20): F. Engels: «Dialéctica de la Naturaleza», pág. 65.
(21): S. Meliujin: «Dialéctica del desarrollo en la naturaleza inorgánica», pág. 31.
(22): F. Engels: «Dialéctica de la Naturaleza», pág. 198.