martes, 9 de mayo de 2017

Vacaguaré (Antonio Rodríguez López):




 PRÓLOGO:

¡Bardos de las antiguas edades! Vosotros elevásteis vuestro canto, repetido por el eco de los valles de mi patria: ¡vosotros que ceñidos de guirnaldas de hivalvera, entonábais la triste endecha al pie de los altares del celeste Abora! ¿Por qué no hacéis ya resonar vuestra voz en las colinas de Benahoare?
¡Ah! ¡Las pirámides sagradas han caído por tierra, y las concavidades de Aceró repitieron con ecos tristes el terrible sonido que produjo la corona de Tanausú al despedazarse contra las rocas de la hondura que domina el áspero Adamacánsis!
¡Raza benahoarita! ¿dónde estás? Yo vengo hoy aquí, a sentarme sobre el basalto del Roque de los muchachos, que las nubes coronan... Desde esta altura mis miradas se derraman por la redondez de La Palma... Mis ojos buscan los numerosos rebaños conducidos por los antiguos Menceyes, las danzas de las hermosas palmeras, blancas como la espuma del mar y arreboladas como las hojas de la rosa de la tierra... Pregunto a las grutas sepulcrales de los antiguos isleños...
¡Nada! Las doce coronas cayeron por tierra, y las ligeras cabras, trepando a los lugares inaccesibles se ocultaron en la salvaje soledad... Cesaron las danzas pastoriles, y las fuentes no retratan ya en sus cristales el rostro de las hermosas benahoaritas... Las paredes de los sepulcros se han desmoronado, y la planta del campesino ha profanado su recinto...
Sólo aquí, en los eriales de esta cumbre desierta... en derredor de esta roca que domina la redondez de la isla, parece vagar el postrer suspiro de la raza primitiva, acompañando mi tristeza...
El sol se ha sumergido en el mar por el horizonte de occidente...
Es la hora de los misterios y de las visiones...
La bruma se despliega a mis pies, y cubre como con blanco sudario toda la tierra... El basalto del Roque se conmueve... Una sombra sin contornos fijos se levanta súbitamente a mi vista... La niebla que la rodea se deshace... y una fantástica figura aparece ante mis asombrados ojos... La retama corona su frente, y sus mejillas han palidecido con la tristeza... Sus labios se abren, y oigo su voz interrumpiendo el silencio del crepúsculo de la tarde:

-Yo soy el Genio de Benehoare la que poblaba los mares con el perfume de sus flores. Yo sentí rasgarse sus entrañas con espantosos terremotos cuando se separaron las siete gemelas de Atlante... Guardo todas las historias de tu patria que es la mía; he recogido los suspiros de amor de los primitivos insulares, y he visto elevar las respetables paredes de sus sepulcros cuando el dolor vertía en sus corazones su hiel más amarga que la savia que circula por los tallos del anaferque...

Más tarde... cuando Abora hizo lucir con brillantez sangrienta la roja luna, augurio de desgracias, sentado en este Roque, el más elevado de las alturas de La Palma, escuché el rumor de los combates, y el grito de "¡Victoria!" del conquistador hirió mi oído como la explosión del volcán...
Entonces lloré...
Y mis lágrimas, cayeron al pie de esta eminencia, conmovieron el estéril terreno que le circunda, y de mi llanto brotó la flor del pensamiento palmense, única planta que vegeta en estos lugares infecundos...
Aquí, pues están todos los recuerdos de Benahoare... Antes que la luz crepuscular fenezca, y descienda la noche del azul seno de tigotan, escucha una historia de amores.

I
ACERINA

Las playas de Tazacorte habían sido holladas por las plantas de los guerreros españoles, acaudillados por don Alonso de Lugo.
El Mencey de Aridane, Mayantigo Aganeye, que había tenido valor para cortar él mismo su brazo invadido por la gangrena, no lo tuvo para oponer su aguda moca a la acerada espada del capitán invasor.
Chedey, Tamanca, Echentive, Azuguahe doblaron también el indómito cuello ante los guerreros españoles.
Jariguo y Garehagua les vendieron muy cara la victoria, y la bandera roja se vió clavada en un lago de sangre.
La frente de otros seis poderosos Menceyes se vieron desceñidas de sus magníficas coronas de conchas. La bandera roja había, pues, ondeado en once Tribus...

Aceró encerrado en su valuarte de roca, veía aún los cabellos de Tanausú oprimidos por la diadema de Mencey. El León de Castilla se había mantenido a la estrada de la Caldera, sin atreverse a penetrar en su escabroso recinto...
¡Ay del guerrero español que osase pisar entonces el inexpugnable valle!
Acerina, sin embargo, era muy bella, y un capitán cristiano había visto en mal hora su hermosura.
Acerina era la doncella más hermosa del valle: su tez era blanca y bruñida como la hoja de azucena, sus ojos negros, su boca roja como la flor del granado, y su talle erguido y flexible como a cañavera que mueve el viento.
El sol comenzaba a brillar.
Acerina, sentada a la puerta de su cueva, miraba dulcemente hacia un bosquecillo de pinos, por donde se veía cruzar a lo lejos la figura de un hombre... Era un palmero, porque cubría su cuerpo el tamarco de pieles.
Por el lado opuesto, el enamorado cristiano, dejando sus reales, se internaba en Aceró, llevado de un impulso irresistible.
¡Ay del guerrero español que osaba pisar incáuto el inexpugnable valle!
Acerina, vuelta de espaldas hacia la parte por donde llegaba el cristiano, sólo miraba al bosque por donde cruzaba el benahoarita, y sonreía al verle acercarse por entre los pinos.
Era su amante.
Sin que la hermosa isleña lo advirtiese, el castellano estaba ya detrás de ella, devorando con los ojos su belleza y gozando al ver su sombra proyectada por el sol sobre su mismo pecho.
-¡Hermosa mujer! exclama por fin el enamorado capitán; y Acerina asustada como el pajarillo que ve acercarse al guirre voraz, mira hacia sus espaldas, y al ver al guerrero, se levanta y quiere huir... Sus pies se niegan a cumplir su voluntad, y cae desfallecida, a tiempo que el español corriendo a su lado la recibe en los brazos, y sella sobre la frente de la virgen benahoarita un ósculo ardiente...
El amante de Acerina llega en aquel momento y responde con un rugido de furor al estallido de aquella caricia...
-¡El genio infernal de Iruene te ha traido al valle! exclama el celoso amante, cuyo tamarco de pieles movían los latidos de su pecho.
A su voz, Acerina recobra los sentidos y se arranca de los brazos del guerrero cristiano, que lleno de coraje mira a su contrario, llevando la mano a la espalda.
¡Insensato! ¡No advirtió que en la frente del amante de Acerina se sostenía una corona de Mencey, adornada con tres plumas de ala de paloma!
-¡Extranjero! -prosiguió el isleño con voz de trueno- ¡el que ha tocado la tez de Acerina, no verá el sol! ¿No me conoces? ¿Tu corazón amedrentado no te dice que te hallas en presencia de Tanausú, el terror de los tuyos? Sí, soy yo Tanausú el del valor indomable; el Mencey de Aceró, el lugar fuerte, ¡aquel cuya voz se hace tan temida como el rugido del volcán, y cuya moca es más terrible que el rayo lanzado por tigotán!
-¡Bárbaro altivo!, le contestó el cristiano con furor: ¡yo desprecio tu inútil amenaza, y te reto a combate!
En vano la bella isleña con su llanto quiso apagar el incendio que el furor inflamara en el pecho de Tanausú: éste le impone silencio con un gesto, y arrancándose de la cabeza su corona, púsola en manos de su amada, diciéndole:
-Toma, Acerina: si no torno, que se reúna mi pueblo al pie del Idafe y corone al nuevo Mencey.
Y partió con el cristiano.
Acerina, vertiendo raudales de lágrimas, se postró elevando su plegaria a Abora.
Acerina lloraba... lloraba...
De pronto se mueve el ramaje, y Tanausú aparece tranquilo como un día sereno...
Acerina corre y se precipita en sus brazos.
-¡Mi corona! dijo el bravo isleño.
-¿Le has muerto? preguntó la joven, ciñéndole la real insignia.
-Él ignoraba que mi brazo arranca los árboles seculares, y desencaja las rocas de su asiento. Quiso luchar cuerpo a cuerpo con Tanausú, y mi brazo le arrojó al torrente, como si lanzase una pequeña piedra puesta en la honda.
Dijo, y Acerina y el Mencey se sentaron en la hierba en plática de amor.

II
EL ANCIANO

Una tarde, Acerina y su anciano padre se hallaban solos, y éste comenzó a hablarle así:
-El invierno de la vejez ha blanqueado mi cabeza, antes negro como la sombra nocturna: la muerte se halla cercana, y presto mi cuerpo será entregado a los sabios embalsamadores. Cuando el álamo es tronchado por la tormenta, la yedra que se sostenía enlazada a su tronco, es batida por los vientos... Mi muerte sería dulce si te dejara sonriendo en los brazos de un esposo... Hay en Aridane...
Acerina se turbó, y continuó el anciano:
-Hay en Aridane un apuesto mancebo que ciñó un día la corona de Mencey, y te ama..
-¿Y ese mancebo...?
-Es hermoso, y se le llama pedazo de cielo.
-¡Mayantigo!
-El mismo.
-¡Jamás!
-¿Desprecias al Mencey de Aridane?
-Decid más bien: añ que fue Mencey.
-¡Acerina!
-Que la ira no pliegue vuestra frente. Oidme antes. Yo amo a otro.
-¡Amas! ¿y a quién? ¿y cómo has podido conciliar el sueño teniendo en tu pecho un secreto que no has depositado en el mío?
-Padre... dulcificad vuestra mirada... Es digno de mi amor.
-¿De qué tribu?
-De Aceró.
-¿Y dices que es digno de ti? Benehoare no cuenta más que con doce hombres que sean dignos de tu amor, y esos son los doce Menceyes.
-Benehoare, no tiene ya más que un Mencey.
-¡Pues bien! No hay en Aceró un esposo para mi hija, excepto Tanausú.
-¡Yo amo a Tanausú!
-¿Y él? -preguntó el anciano con la mirada.-
Acerina comprendiéndole, contestó:
-Padre, vuestra hija será reina de ACeró, y se sentará sobre la piedra forrada de pieles, donde descansan los Menceyes.
El anciano abrazó a su hija llorando de gozo.
-Debiste, le dijo, haber dado antes ese placer a mi corazón. Mas nunca es tarde para la felicidad. Ahora corre a detener a Mayantigo, que ofreció venir a recibir de tu boca la voluntad de tu alma.

III
MAYANTIGO




¡Ay de aquel que espera un imposible!
¡Ay de aquel que ama sin esperanza!
¡Cuántas grutas sepulcrales ha llenado la pérdida de ese dulce consuelo! ¡Cuántas veces el sensible corazón de los benahoaritas, al dar su último adiós a la esperanza, lanzó su dolor al labio exclamando: -¡Quiero morir! ¡Vacaguaré!
El fuerte pino del bosque resiste a la tormenta, las turbias aguas de los barrancos no logran desarraigarle; mas el rayo desciende sobre él, y no torna jamás a verdear su ramaje.
Hay dolores que como el rayo marchitan el corazón.-
Mayantigo amaba mucho a Acerina, y no podía mirar con indiferencia elevarse el sol marcando la marcha del tiempo, que se le hacía demasiado lento. Salió, pues, de Aridane, y atravesando por los márgenes del torrente Ajerjo, se acercaba hacia la gruta de Acerina.
Al mismo tiempo, aunque por diverso sendero, el anciano padre de la hermosa se dirigía a Aridane.

Mayantigo, sin haberle encontrado con su camino, llegó por fin a la cueva con la tristeza de la incertidumbre, y pasó sus umbrales.
Acerina se levantó de su asiento a la vista de Pedazo de cielo, y éste sin desplegar sus labios, la miraba en silencio.
-¿Quién sois? dijo por fin la doncella de los negros ojos.
-¡Qué! exclamó tristemente el que fue un día Mencey de Aridane: ¡ya no reconoces a Mayantigo! Ves que falta un brazo a mi cuerpo, ¡y preguntas quién es Aganeye! 
-Mayantigo Aganeye, repuso la altiva isleña, tenía en rededor de su frente la corona de conchas.
-Lo quiso Abora, Acerina; y en vano el brazo del hombre más valeroso intentaría hacer retroceder hacia su origen las espumosas aguas de Ajerjo. Tú sabes muy bien que Mayantigo ha podido más que la muerte; pero la luna que marcó la época de la llegada de los conquistadores, cruzaba el azulado velo de tigotan brillando con luz de color sangre... Los sabios adivinos me impusieron la rendición.
-¡Los valientes no se rinden!
-Cuando estos valientes son Menceyes de un pueblo numeroso, tiene que sacrificar la dicha y tranquilidad de sus hijos, y arrostrar con su valor la herida que abra en sus corazones la voz de una mujer amada que les diga: «¡falta en tu frente la corona de conchas!»
Acerina no contestó, porque Mayantigo vertió dos amargas lágrimas.
Hubo un momento de silencio.
Solo Abora sabe la serie de pensamientos que pueden pasar por la imaginación del hombre en el tiempo que media entre dos pulsaciones de la sangre.
Por la mente de Mayantigo había cruzado en aquel instante de silencio toda una historia.
-¿Por qué no me amas? exclamó por fin.
-¿Qué te importa mi amor? Tú eres el más hermoso de los hijos de Benahoare, Mayantigo, y tantas doncellas como hojas tiene la rosa de la tierra, suspirarán por una mirada de tus ojos. Olvida a Acerina, y lata de placer tu corazón al verse amado de tantas bellezas.
-Dile al torrente que suba por la elevada sierra del escarpado Time, y al sol que esconda su disco por oriente; y no digas a Mayantigo que deje de amarte.
-El tiempo arranca las hojas de los arbustos, y torna a engalanarlos de verde follake... El tiempo ha enfriado ya la lava que vomitó el volcán de Tacande...
-El fuego del amor jamás se extingue, Acerina, como no se extingue la luz del sol.
-Ya que te has acordado del sol, debo advertirte que su disco resplandeciente se ha levantado ya de la cumbre, y todas las mañanas recorre estos lugares el Mencey del valle, que ha ofrecido muerte a todo el que pise el fuerte lugar de ACeró.
-La muerte no me aterra... Además, nuestra ley no impone penas al que traspasa los términos de las Tribus, sino cuando lleva sus rebaños a pacer.
-Ya no hay Tribus en Benahoare, ya no hay más Benahoare que Aceró, porque aquí está guardada la libertad de los isleños, y Tanausú herirá de muerte al que pise su estado, a no ser que venga a ofrecerle su moca para la defensa.
-Tú sabes muy bien, Acerina, que a Mayantigo es inútil advertirle el peligro, pues no hay riesgo para él; mas veo que mi presencia te entristece, y me retiro. Si al cruzar el valle refresca tu frente el aura, sabe que en ella vagan mil suspiros de amor que Mayantigo ha lanzado por ti.
-Procura olvidar a Acerina...
-Nunca mientras tenga esperanza...
-¿Y si tu esperanza la arrancase el dolor, como la hoja del viento arrebata...?
-Entonces... te olvidaré porque la muerte mata la memoria. Mas los sabios adivinos han augurado que una misma gruta será la morada de Mayantigo y Acerina.
-Esperas en vano, -pensó esta para sí-.
-Adiós, pues, aliento de mi esperanza y espíritu de mi existencia.
Dijo el enamorado isleño, y salió de la cueva.

IV
LOS DOS MENCEYES


Cuando Mayantigo se retiraba de la morada de Acerina, otro palmero le detuvo el paso.
Era Tanausú.
Aquella era la hora en que el valeroso Mencey de Aceró acostumbraba a cruzar los pinares para llenarse de placer con la luz de los ojos de su amada, la flor del valle.
Al acercarse, había percibido Tanausú que un hombre hablaba con la estrella de su amor dentro de la gruta, y oprimiendo su corazón para que sus celosos latidos no le impidiesen oir la plática, prestó oido atento, y escuchó lo que hablara Aganeye.
Cuando el Mencey del valle advirtió que su rival se disponía a salir, se apartó a esperarle, murmurando:
-¡El Regulador de los astros ha decretado que no luzca ya una vez el sol en Aceró sin que la muerte apague una existencia!
Luego saliendo al encuentro de su rival,
-¡He escuchado, prosiguió con furor, que la lengua de otro hombre ha osado hablar de amor en presencia de Acerina!
-¿Y a ti qué te importa? ¡Oh, Tanausú!
-¿No has adivinado, infeliz Mencey del hermoso rostro, que mi corazón guarda mi imagen ccomo el dulce dátil encierra el gérmen de la altiva palma?
-¿Tú también la amas, Mencey? exclamó Mayantigo, llevando la mano al agudo tafrique que pendía del cinturón que oprimía el tamarco a su talle.
-Nos comprendemos, añadió Tanausú, imitándole.
En el mismo instante las cortantes armas de piedra buscaban los corazones recíprocamente.
Más los dos Menceyes eran diestros adalides, y ni una gota de sangre había aún enrojecido la tierra, cuando Acerina impaciente por la tardanza de su amado, salía a esperarle según costumbre, y, sorprendiéndole en el combate, se lanzó entre ambos, que a su vista retrocedieron suspensos.
-Seguidme al sagrado Idafe, valientes guerreros, les dijo la hermosa, y juradme que en nombre de Abora que nunca ninguno de vosotros levantará la cortante tafrique para su rival. En uno de vosotros está mi vida... no teneis, pues, derecho sobre ella. Seguidme al sitio terrible y pronunciad el juramento.
Los Menceyes arrojaron sus armas, y Mayantigo habló el primero.
-Te seguiré al Idafe; mas con la condición, Acerina, de que a nuestro juramento seguirá el tuyo. Es necesario que declares en el lugar sagrado a cuál de nosotros prefiere tu corazón.
-Decida Acerina nuestra suerte, añadió Tanausú.
-¡Al Idafe! exclamó la hermosa isleña, y los dos Menceyes la siguieron en silencio.

V
IDAFE



¡Terrible Idafe! ¡Pirámide inmortal, que escuchaste en tiempo remoto la voz de los sacerdotes de Aceró, que ceñidos con la guirnalda de yedra presidian los sacrificios! ¿Dónde están las entrañas de las víctimas degolladas en tu raíz, y los festones del amargo anaferque que colgaban a tu pie?
¡Ah! La nubecilla pasa rozando tu elevada cúspide, el viento azota y conmueve tu pedestal de roca... mas ya no hay quién se acerque temblando al sombrío monolito...
Por eso yo que soy el Genio de Benahoare, la isla de los perfumes, penetro en el pasado, y atravesando los siglos, recuerdo la historia de otras edades, cuyo polvo han removido los cuatro vientos de la tierra en confuso torbellino...

Acerina y los Menceyes llegaron por fin al lugar de los sacrificios.
Al acercarse, el negro cuervo tendió sus alas, y se elevó volando en espiral al rededor de Idafe y lanzando su siniestro graznido que repitieron los ecos en las concavidades de los riscos.
Detuviéronse los tres isleños a una distancia respetuosa del obelisco de Idafe, y después de descalzar sus pies, acercóse Tanausú el primero al altar terrible. Dejó al pie de la pirámide su corona de Mencey, alzó sus ojos a la punta de Idafe, y colocó su mano en su fría roca, exclamando:
-Juro no levantar armas contra el pecho de mi rival. ¡Que Abora, si no he de cumplirlo así, conmueva el risco de Idafe, y aplaste mi cabeza en su derrumbamiento!
Dijo, y permaneció algunos instantes inmóvil y en silencio.
La pirámide no vaciló en sus cimientos, y Tanausú recogiendo su corona, se retiró del lugar sagrado.
Mayantigo repitió a su vez el juramento.
Idafe permaneció sin desmoronarse.
Tocóle su turno a Acerina, y arrancando una rama verde, ciñó con ella su frente virginal, y se acercó al risco terrible.
Los dos Menceyes la siguieron y se colocaron a ambos lados.
-Juro, exclamó la hermosa doncella, que Tanausú, sobre cuyo hombro descansa mi mano, será para siempre el amado de mi corazón. ¡Que abora, si miento, derribe el Idafe sobre mi frente!
Tanausú permaneció inmóvil; mas Aganeye miró con terror a la cúspide del obelisco...
Idafe no cayó.
Mayantigo, sin desplegar sus labios se retiró triste y solo a Aridane, atravesando por los márgenes del torrente... ¡El Ajerjo engrosó sus aguas con las lágrimas de Mayantigo!

VI
LA BODA

Las doncellas del valle de Aceró habían coronado su frente con guirnaldas de flores, y adornado la piel de sus cendales con lazos de hojas de palma y juncos de varios colores.
Los isleños trovadores ciñeron su pecho con festones de mierto y sus sienes con guirnaldas de hivalvera.
Se habían preparado los tamboriles hechos de madera de drago y cubiertos de pieles sonoras, y las flautillas de cañavera horadada.
El real asiento del tosco palacio de Tanausú descansaba sobre una alfombra de flores de nardo, y le cubrían triples pieles de oveja.
A la entrada del palacio se levantó un arco de palmas y ramas de laurel oloroso, y a ambos lados colgaban todas las armas del Mencey, suspendidas con trenzas hechas de filamentos de pita.
Todo anunciaba una gran ceremonia, y los sacrificadores habían ya degollado las víctimas al pie del Idafe festoneado de mierto y de azucenas.
Era el día de la boda de Acerina y Tanausú, y aquella acompañada de su anciano padre se había presentado en el valle radiante de hermosura.
Su frente estaba vacía, porque muy pronto el Mencey debía adornarla con la corona real; más a su garganta se arrollaban en confusas vueltas sartas de pequeños caracolillos y cuentas de barro endurecidas al fuego. Cruzaba su pecho y espalda ancho feston de rosas de cien hojas todavía en capullo, y la fimbria de su vestido de pieles estaba cubierta de conchas y alas de mariposas en caprichosos dibujos.
Acerina se reunió con Tanausú en la llanura de Taburienta, y seguidos de numeroso acompañamiento llegaron al pie del Idafe, donde se celebró la ceremonia del desposorio.
Las músicas, los cantos y las danzas no cesaron en todo el tiempo que pasó después de aquel venturoso instante hasta que el sol se sumergió en los mares.
Cuando llegó la noche, se vio cruzar una sombra, que saliendo de Aridane se internó en el valle por los márgenes del Ajerjo; y cuando en medio de la oscuridad brillaron en todo ACeró las luminarias de infinitas hogueras en celebración de la boda del Mencey, se oyeron sollozos lejanos confundidos con las baladas de los trovadores palmeros y los dulces sonidos de las flautas de caña, que repetían los ecos de monte en monte.
Desde aquella noche no volvieron a ver en Aridane a Mayantigo.

VII
LA BANDERA ROJA


¡Benahoare! ¡Benahoare! ¡La niebla ha cubierto tus montañas!
¡Aceró! ¡Aceró! ¡ El trueno ha retumbado arrastrándose por sobre la sierra del fragoso Time!
¡Tanausú! ¡Tanausú! ¡El Idafe se ha estremecido y bamboleado en sus cimientos eternos!
¡Ah! ¿Qué ves allá relucir sobre el desfiladero de Adamancánsis?
¡Es la bandera roja!
¿Y aquella multitud que avanza...?
¡Son los guerreros de Alonso de Lugo, que van a precipitarse sobre Aceró como la tempestad!
¡Ay que el Idafe oscila en los aires, inclinándose hacia los puntos de donde nacen los cuatro vientos!
¡Después de más de tres siglos, la imagen de aquel día de terror está aún delante de mis pupilas!
El sonoro bucio de guerra había resonado por todos los ámbitos de Aceró, y Tanausú en un momento rodeado de sus valientes, ya aparejados para el combate. Al brazo derecho llevaba la honda terrible, y su diestra sostenía la dura y puntiaguda moca o el robusto banot formado de nudoso tronco. De sus anchos cinturones de pita trenzada pendía el cortante tafrique, y en su brazo izquierdo lucía sus encendidos colores la rodela de drago.
El grito de guerra lanzado por las tropas benahoaritas había resonado de monte en monte como el estampido del trueno.
Todos los pechos estaban inflamados de furor al correr a Adamacánsis a rechazar a los guerreros de la bandera roja. Sólo el corazón de la princesa Acerina sintió la herida del dolor al ver a Tanausú que arrancándose de sus brazos corría a la cabeza de sus valientes, trepando por las peñas ligero como el viento.
¡El combate fue terrible, y la sangre regó la tierra!
La bandera roja tuvo que retroceder en su carrera triunfal.
El capitán de los cristianos no pudiendo avanzar por el desfiladero, quiso hacerlo por el torrente...
¡En vano!
El Ajerjo retrataba ya en sus aguas la cabeza coronada de Tanausú, que con sus guerreros estaba allí para disputar el paso.
El español capituló.
Lugo se retiró con sus tropas, y al día siguiente debía reunirse con el Mencey de Aceró en la Fuente del Pino para tener una conferencia.- Lució la aurora que había de iluminar por vez postrera la corona del último Mencey de Benahoare.
Tanausú salió del valle con los suyos y se dirigió pacífico a la Fuente del Pino, cuyo murmullo en aquel día asemejaba el quejido del moribundo, cual siniestro presagio. Mas, antes que el Mencey llegase al sitio señalado, he aquí que los españoles venían a su encuentro. Tanausú se para de pronto, y oye la voz de un capitán isleño que le dice:
-¡Mencey! ¡Traición!
-¡Imposible! exclama el valiente rey palmero, y prosigue su marcha tranquila, ordenando a los suyos que le sigan...
¡No! ¡no era mentira! ¡Los guerreros precedidos de la bandera roja se lanzaron en son de combate sobre los benahoaritas!

Del desfiladero de Adamacánsis volaron multitud de soldados españoles que se habían quedado emboscados el día anterior, y en un momento los isleños se vieron cercados de enemigos por todas partes.
-¡A ellos! exclamó Tanausú, arrancando de su sien la corona de conchas y estrellándola contra las peñas. ¡A ellos!
A ellos! repitieron todos los palmeros, y trabóse la batalla más sangrienta y feroz.

¡Ah!! ¡El Idafe había oscilado sobre los cimientos, y la menguante luna no había en vano señalado al occidente con sus puntas enrojecidas, presagiando el ocaso del último Mencey de Benahoare!
Tanausú fue hecho prisionero, y pronunciando la terrible frase: ¡Vacaguaré!, selló su labio y bajó sus ojos.
Los españoles victoriosos le condujeron al buque que debía llevarle como trofeo del triunfo.
Poco después llegaba Acerina en busca del amado esposo y sólo encontró su corona rota entre montones de cadáveres.

VIII
¡QUIERO MORIR!

Allá, empujado por el viento, como la gaviota que desplega sus alas, cruzaba el mar azul el buque que conducía al prisionero benahoarita...
Acá, sobre una alta colina de La Palma se veía una mujer inmóvil con los cabellos flotando a merced de la brisa...
Cuando el buque desapareció de sus ojos: aquella mujer descendió lentamente la colina...
Al pie de la colina se hallaba un hombre de aspecto triste y sombrío...
La mujer era la viuda Acerina. Viuda, porque en aquel mismo instante Tanausú había muerto de hambre en altamar murmurando: ¡vacaguaré!
El hombre que aguardaba silencioso al pie del collado, era Mayantigo.
Al cruzar Acerina por su lado, alzó sus ojos, y clavando en él una mirada de reconcentrado dolor exclamó:
-¡Quiero morir! ¡Vacaguaré! ¡Vacaguaré!
Mayantigo, sin desplegar sus labios, inclinó sus ojos y comenzó a caminar, indicando por señas a Acerina que le siguiese.
Llegaron a una gruta inaccesible.
Mayantigo buscó en la vivienda más cercana tres pieles de cabra y un gánigo lleno de blanca leche.
Colocó las pieles en el interior de la gruta, una sobre otra, y dejó a la cabecera del lecho mortuorio el cántaro fúnebre.
Acerina penetró sola en la gruta.
Mayantigo cerró tras ella la entrada con una pared de piedra, y se sentó fuera en las rocas, doblando la cabeza sobre su pecho, como la datilera dobla su verde copa si el huracán la troncha en los días de tempestad.
Un anciano pasó por aquel sitio buscando un objeto amado...
Era el padre de Acerina, que en vano preguntaba por su hija a los ecos de las montañas.
Al ver a Mayantigo, se reanima y le pide noticias del bien de su vida.
Mayantigo por toda respuesta señala la pared de la cueva sepulcral, y el anciano se retira vertiendo lágrimas...
Pasó un día...
Y otro...
y otro...
Entonces, Mayantigo, que no se había separado de la gruta, desencajó algunas piedras de la pared que la cerraba, y miró a su interior...
¡Acerina yacía sin vida sobre las vellosas pieles!
¡La profecía de los adivinos se cumple! exclamó Mayantigo: «Una misma cueva será la morada de Mayantigo y Acerina»... ¡vacaguaré!
Dijo, y entró en la gruta por la brecha que dejaban abierta las piedras desencajadas, tornando a tapiarla desde dentro.
Entonces un ósculo amor resonó en el interior del sepulcro.
Después... reinó para siempre un profundo silencio.

Y se sucedieron las lunas, unas en pos de otras...
Pasaron los años...
Desaparecieron los siglos...
El tiempo derrumbó la pared de la gruta fúnebre...
El campesino ha profanado con su planta la mansión de la muerte... En su reciento había dos esqueletos humanos, y fueron desechos, y arrojado al aire su polvo helado...
En el momento de esparcirlo, soplaban dos vientos contrarios, y aquellos restos se dividieron en los aires, formando como dos sombras...
La una se deshizo como el humo...
La otra fue arrebatada por el viento hacia el océano, como sombría nube, ¡y desapareció cruzando los mares en la misma dirección que siglos antes llevaba el bajel que conducía al prisionero Mencey de Aceró!

EPILOGO

Calló la voz del Genio, y no se oyó más que el rumor de las gotas de su llanto, cayendo al pie del Roque basáltico, y un eco lejano que repetía en las profundidades de la Caldera su última palabra:
¡Aceró!... ¡Aceró!...
La noche tendió sus sombras por la tierra...
La luna, rasgando las pardas nubes, apareció en el cielo iluminando con su blanco resplandor las solitarias cumbres...
El silencio era profundo...
Sólo se escuchaba de vez en cuando un rumor ligero, que semejaba el gotear de una fuente...
¡Era el Genio de Benahoare que lloraba!

Cuando el alba comenzó a clarear en el horizonte, tiñéndole de color de rosa, y se disiparon las tinieblas, al pie del Roque de los muchachos, ¡desplegaron sus pétalos para recibir el rocío de las flores del pensamiento palmense!

Escrito por Antoni Rodríguez López.


Breve correspondencia en castellano:

Abora: Dios
Aceró: Lugar fuerte (La Caldera)
Adamacánsis: Desfiladero
Anaferque: Ajenjo
Banot: Especie de clava de madera
Benahoare: Mi tierra (nombre de la isla de La Palma)
Bucio: Caracol
Gánigo: Cántaron de barro
Guirre: Ave de rapiña
Hivalvera: Arbusto que se cría en nuestros montes (Ruscus).
Idafe: Risco sagrado en La Caldera.- Los palmeros tenían lamentables desgracias si el Idafe se desmoronase, y al depositar a su pie las entrañas de las reses sacrificadas, entonaban el temoroso canto: -¿Caerás Idafe?.-Dale lo que traes y no caerá.
Iruene: El diablo
Mencey: Jefe de la tribu
Moca: Lanza
Taburiente: Llanura en La Caldera
Trafique: Cuchillo de piedra
Tanarco: Túnica
Tigotan: Los cielos

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