El antiguo
debate sobre el espacio y el tiempo recobró no hace mucho gran actualidad, particularmente
desde que fuera formulada la teoría especial de la relatividad por Einstein.
En este debate han aparecido algunas ideas nuevas, pero sobre todo han
recobrado actualidad viejas teorías sobre el espacio y el tiempo traídas ahora
a la palestra —o simplemente defendidas como si fueran nuevas— por diferentes
intereses y motivos. No solamente han florecido novísimas interpretaciones al
calor de dicha teoría, sino que también han sido éstas fuertemente
influenciadas por la mecánica cuántica y la cosmología.
Tampoco puede
pasar desapercibido el uso ideológico que la burguesía, por medio de sus testaferros
«vulgarizadores», viene haciendo de las teorías implicadas, presentando sus
falsas interpretaciones como la última palabra de la ciencia.
Los conceptos de
espacio y tiempo han permitido siempre diferenciar a un materialista consecuente
de un idealista declarado. Al doctor Bunge, por ejemplo, le resulta muy
difícil desembarazarse de esa «telaraña» llamada espacio y tiempo, y no
obstante querer convertirse en el cruzado moderno del materialismo contra las
nocivas teorías idealistas, no logra ir más allá de las viejas tesis
leibnicianas. Veámoslo:
«Ahora podemos
responder a una objeción bastante difundida que se ha formulado contra el
materialismo. Ella es que el espacio y el tiempo, aunque inmateriales, no pueden
ignorarse: ¿acaso no suele decirse que las cosas materiales existen en (regiones
de) el espacio y el tiempo? La respuesta materialista es la teoría relacional
del espacio y el tiempo que apunta en el parágrafo anterior. Según dicha teoría
el espacio-tiempo, lejos de existir por cuenta propia, es la trama básica de
los objetos cambiantes, o sea, de las cosas materiales. Por lo tanto en vez de
decir que los entes existen en el espacio y el tiempo, deberíamos decir
que el espacio y el tiempo existen por poder. Esto es, en virtud de la
existencia (y por lo tanto el cambio) de los objetos materiales. El espacio es el
modo de espaciarse las cosas, y el tiempo el modo de sucederse los sucesos que ocurren
en las cosas (Leibniz). Por consiguiente, si las cosas se esfumaran también desaparecerían
el espacio y el tiempo» (p. 39). Bunge se hace un ovillo con el
espacio y el tiempo, y su desconcierto es mayúsculo cuando comprende que
se encuentra completamente desarmado ante la tesis idealista de la
«inmaterialidad» del espacio y el tiempo. Nuestro profesor no sabe qué
hacer con el espacio y el tiempo, pues él, un materialista vulgar, no logra
superar esa necia idea consistente en concebir la materia únicamente como lo
que se palpa, se huele, etcétera.
Así, no podemos evitar que nos llame tanto la atención cómo recurre Bunge
a los logros de la ciencia moderna en busca de ayuda, logros, que, de
«buena fe», quiere él incorporar al «viejo y raído materialismo»
para sacarlo del atolladero. «La respuesta-materialista —afirma el sabio
Bunge— es la teoría relacional del espacio y el tiempo...», y también, «el
espacio y el tiempo no existen independientemente». Conclusiones
justas que, hace tiempo ya, tiraron por tierra las añejas creencias metafísicas
en un espacio y un tiempo separados por barreras infranqueables. No hay duda de
que esto supuso un progreso muy importante, argumentado ya por Hegel y
recogido por Lenin: «Es un gran mérito reconocer los números empíricos de la
naturaleza (por ejemplo, las distancias de uno a otro planeta), pero
infinitamente mayor es el de hacer desaparecer los cuantos empíricos
para elevarlos a una forma universal de determinaciones
cuantitativas, haciendo que se conviertan en momentos de una ley o medida. Esos
fueron los méritos de Galileo y de Kepler..., quiénes ‘demostraron
las leyes por ellos descubiertas, de tal modo, que a estas leyes
corresponde la totalidad de los fenómenos particulares de la
percepción'»; y añadía Lenin después: «Pero debe exigirse todavía
una demostración más elevada, para que sus determinaciones
cuantitativas lleguen a conocerse partiendo de cualidades o conceptos
vinculados entre sí (como espacio y tiempo)» (23).
Para Lenin no pasaba desapercibida la importancia que conceptos
tan generales del ser, como son el espacio y el tiempo, juegan en las leyes
universales de la materia.
Pero continuemos con nuestro profesor. Nos interesa ahora ocuparnos de lo
que él aporta con su teoría para esclarecer este antiquísimo problema. Bunge
arguye que el espacio-tiempo «lejos de existir por cuenta propia, es la
trama básica de los objetos cambiantes, o sea, de las cosas materiales»,
que existen «en virtud de la existencia de los objetos materiales» y
que «si las cosas se esfumaran también desaparecerían el espacio y el
tiempo», con lo que cree dar por finiquitado este lioso problema.
Tranquilicemos de cualquier manera a este buen señor, digámosle que las cosas
no se van a esfumar, que por ese lado no tenemos nada que temer. Claro que se
equivoca de cabo a rabo cuando afirma que el espacio-tiempo no existe «por
cuenta propia». ¿Existirá por delegación, encomienda, filiación o
depósito de algo o de alguien? ¿Serán, acaso, el espacio y el tiempo conceptos
de segunda categoría? O dicho de manera más clara: ¿será que primero existe la
materia y que luego ésta le da su carta de presentación en sociedad al espacio
y el tiempo?
El espacio y el tiempo son la forma o el modo de existencia de la
materia. Quiere esto decir que la materia existe en la forma —o en el modo— de
espacio y tiempo. Se trata, por lo tanto, de atributos o cualidades de la
materia, de toda la materia, y no existe ningún tipo de materia (tenga esta
materia carácter particular, general o universal) que carezca de tales
atributos. Son, por lo tanto, atributos o cualidades inseparables de ella y no
cabe afirmar sin caer en el ridículo, como hace Bunge, que primero es la
materia y después el espacio y el tiempo, como tampoco podemos decir que
primero es la materia y después el movimiento.
El movimiento, al igual que el espacio y el tiempo, es una característica
general de la materia, la más general de todas, la cualidad que primero se
observa cuando se mira la naturaleza. Pero no es sólo esto: el movimiento es la
esencia del espacio y el tiempo, pues el espacio y el tiempo son inconcebibles
sin contradicción.
También en este punto Bunge hace gala de su olímpico desprecio
hacia la dialéctica (de la que ignora hasta sus más elementales rudimentos),
tachándola de «confusa». Pues bien, a este señor tenemos que recordarle que el
«subdesarrollado» Epicuro, opositor de la doctrina de Zenón (que «lo
dividía todo hasta el infinito») y de la doctrina de Heráclito (que «lo
desdoblaba todo en contrarios»), es decir, Epicuro, un
materialista atomista opositor de la dialéctica «mística», concibe sin embargo
aquellos atributos de la materia que venimos debatiendo de manera tan próxima
al materialismo dialéctico como dos mil años de distancia de desarrollo de la
humanidad, de las ciencias y de la técnica permiten.
Veamos cómo planteaba Epicuro este problema: «Las figuras, los
colores, las magnitudes, los pesos y todas las cosas que relacionamos con los
cuerpos como atributos esenciales y que son percibidas por las sensaciones...
no deben ser considerados ni como existentes por sí mismos o como sustancia
propia; no, esto es inconcebible, ni como seres corporales que vinieron a
unirse a los cuerpos ni como partes materiales de los mismos. Hay que
considerarlos como constituyentes integrales, por su total unión, de la esencia
eterna del cuerpo, y a la vez como universales... Estas propiedades son
solamente, como acabo de decir, lo que constituye por su unión completa la
esencia eterna de los cuerpos. Cada una de éstas es objeto de una percepción
propia y distinta, pero al mismo tiempo percibimos el cuerpo concreto sin que
las primeras puedan aislarse, no pueden ser enunciadas sino en la noción del
cuerpo concreto» (24).
Como podemos apreciar por esta cita del
«subdesarrollado» materialista —y en este caso también dialéctico— Epicuro, nuestro
amigo el doctor Bunge, monista pluralista, se encontraría, en el mejor de los
casos, en la época antediluviana del materialismo.
Epicuro, en el análisis de las cualidades de los cuerpos u
objetos, adopta una posición no sólo materialista por su origen, sino dialéctica
por su enfoque de la relación entre las partes y el todo. No existen
propiedades, cualidades, caracteres, etc., sin objeto, afirma Epicuro. Las
cualidades, si bien son universales y eternas (figura, color, magnitud, peso y
otros atributos), son inseparables de los cuerpos. No existen cualidades
«cosificadas» (como, por ejemplo, un cuadrado cosificado o el espacio
cosificado que se pueda tomar con cuchara o que se pueda verter en recipientes
como oro líquido), es decir, «existentes por sí mismas» o separadas de
las demás y con naturaleza propia; ni aun como agregados mecánicos de los
cuerpos, supuesta incluso su inseparabilidad de ellos. Epicuro arremetió
contra Platón por sostener que dichas cualidades eran ideas y contra Aristóteles
porque para éste dichas propiedades eran el propio cuerpo, y concibió lo
abstracto (en este caso los atributos de los cuerpos) pero únicamente en
lo concreto, en los cuerpos concretos, ratificando por medio de ellos su
universalidad. El matemático, lógico, científico y tecnólogo contemporáneo Bunge
se encuentra agarrado al vagón de cola del materialismo y sus pies
chapotean en la charca del idealismo.
Bunge, en el fondo, niega la existencia objetiva del
espacio y el tiempo, o del espacio-tiempo, como se prefiera; separa
tajantemente la materia del espacio-tiempo (cosas inseparables), para a
continuación afirmar que el espacio-tiempo existe «en virtud» de la «existencia
de los objetos materiales». Claro que si esos objetos materiales de los que
habla el doctor Bunge perdiesen la virtud de existir, dejaría de existir
el espacio-tiempo, dándonos a entender con ello que el espacio-tiempo está
sujeto a esa extraña «virtud». Quiera Dios que esos objetos materiales
de los que habla el doctor Bunge no acaben como terminaban las doncellas
de Enrique VIII de Inglaterra, o sea, perdiendo su virtud. En
este caso, y para desgracia nuestra, nos encontraríamos en un mundo lleno de «objetos
materiales» que carecerían de la forma del espacio y el tiempo. De paso
tendríamos que aceptar como válidas las modernísimas teorías cosmológicas como
la del big-bang (la gran explosión) que «concentran» toda la materia del
universo en un punto insignificante, más pequeño que la cabeza de un alfiler,
donde el espacio y el tiempo aún no estarían presentes.
Mario Bunge, tan de moda en el mundo «hispano», pretende ser
materialista, pero tampoco lo es cuando estudia el espacio y el tiempo. El
materialismo sólo puede ser, en estos días que corren, señor Bunge, dialéctico.
Un materialismo antidialéctico como el que usted pretende construir con sus
«exactificaciones», «emergencias» y otras cantinelas cientifistas, e ignorando más
de 20 siglos de desarrollo del pensamiento humano, es la llave del reino del
idealismo y del confusionismo.
Para la dialéctica, la esencia del espacio y el tiempo es el movimiento;
todo lo contrario de lo que piensan los metafísicos, para quienes la esencia
del espacio y del tiempo es el vacío, el reposo absoluto, la «trama básica»
o la nada. El espacio y el tiempo sólo son concebibles llenos, en absoluto
movimiento. «El movimiento es la unidad de la continuidad (del tiempo y el
espacio) y la discontinuidad (del tiempo y el espacio). El movimiento es una
contradicción, una unidad de contradicciones» (25).
La posición de Bunge respecto del movimiento es, por lo menos, tan
antigua como la de
Chernov, para el que el movimiento era estar aquí en un
instante dado y allí en otro instante. Actualmente está muy extendida una idea
bastante semejante a ésta, que pretende reducir el tiempo a distintos instantes
separados por un «tiempo mínimo», como si el tiempo estuviera compuesto
de pequeños ladrillitos indivisibles, al modo del átomo de Demócrito; es
decir, un átomo de tiempo mínimo, a lo que se llama «cuantificación del tiempo».
Análogamente pretenden reducir el espacio a distintos espacios mínimos, a
pequeños ladrillitos mínimos de espacio, indivisibles, esto lo llaman la «cuantificación
del espacio».
Con esta concepción del espacio y el tiempo desaparece todo movimiento,
la unidad se deforma, simplemente, a contigüidad. Se trata de un mundo
mecanizado de átomos de espacio y tiempo, donde únicamente existirían los ahora
y las fronteras, pero donde no existirían los durante ni lo interior o lo
exterior. Un mundo sin causas internas, de sólo causas mecánicas externas, de
frontera, de contacto o de contigüidad rasa. De esta manera no existirían ni
las contradicciones ni las interacciones, ya que se hace desaparecer la
continuidad de las cosas; sería un mundo presidido por la discontinuidad, como
el de un «rompecabezas».
La posición metafísica de Chernov presentada anteriormente fue rebatida
por Lenin de esta manera: «Esta objeción es incorrecta: 1) describe
el resultado del movimiento, pero no el movimiento mismo; 2) no muestra,
no contiene en sí la posibilidad del movimiento; 3) descube el movimiento
como una suma, como una concatenación de estados de reposo, es decir, no se
elimina con ello la contradicción (dialéctica), sino que sólo se la oculta,
se la desplaza, se la esconde, se la encubre» (26),
aseverando que la dificultad de este problema se encuentra en que se separa lo
que realmente está unido.
Como hemos podido ver, los argumentos de Lenin contra la
concepción metafísica chernoviana del movimiento tienen plena actualidad,
aunque habría que decir que la «incorrección» que se cometía entonces alcanza
hoy el grado de lo absurdo con Bunge.
J. M. Pérez Hernández.
(23): V.I. Lenin: «Cuadernos filosóficos (la dialéctica de Hegel)», pág.
44.
(24): Epicuro: Citado por Paul Nizan en: «Los materialistas de la
Antigüedad», págs. 96-97.
(25): V.I. Lenin: «Cuadernos filosóficos», pág. 244.
(26): Lenin: Idem, pág. 245.
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